El lujo es otra cosa
Francisco Correa ha demostrado con sus gustos no ser más que un patán, un vulgar estafador de medio pelo venido arriba con un poco de dinero
La ruta de la trama Gürtel certifica la calaña de sus protagonistas y, aunque se haya interpretado que aquello era lujo, no era más que una horterada de nuevo rico, de alguien que figura para estafar, de pobre gente que confunde el lujo con «el más grande que haiga» y cree que la calidad tiene siempre una relación directa con la moneda.
El hotel Fénix es un buen hotel, hospitalario y agradable, pero de ahí a hablar de sus «palaciegos» salones hay un abismo. Los palaciegos salones están en el Ritz de París, o incluso en el de Madrid, en el Connaught de Londres, en el St. Regis de Manhattan, en Raffles de Singapur.
La referencia al restaurante Sorolla es seguramente la más penosa, entre otras cosas porque ya no existe. En su lugar se ha instalado el maravilloso Sushi 99: si los Correa y compañía se hubieran esperado un tiempo para delinquir habrían podido almorzar y cenar estupendamente. Ni en la época acertaron, los muy horteras. De todos modos, si la cocina japonesa no fuera de su gusto, para comer pescados y carnes de alta calidad, a la brasa, a la plancha o con jugosas salsas, Hevia fue siempre mucho mejor, con una cocina mucho más elegante que el difunto Sorolla, y plenamente incorporada a los descubrimientos de nuestra era.
Lo de La Finca con gimnasio causa toda clase de disgustos a cualquier alma un poco instruida. El culto al cuerpo es lo más plebeyo que existe, lo menos intelectual, lo más alejado de cualquier idea del lujo. Lo menos Balzac y su Tratado sobre la elegancia. El cuerpo es un empleado del cerebro. Cuando hay inteligencia, claro.
Y qué decir de la supina zafiedad de ir a tomar copas a locales de putas. La compañía subvencionada se gestiona de un modo mucho más sutil en este siglo XXI. Las copas se toman con los amigos, en bares tan memorables como el O'Clock o Del Diego, las coctelerías sin duda más brillantes de Madrid. Lo de Pigmalión es una antigualla, de cuando las chicas decentes sólo se acostaban contigo si te casabas con ellas. Ligar no cuesta tanto y, en cualquier caso, si buscas algo de pago, resulta mucho más elegante que te espere en tu hotel.
Además, y en contra de lo que sucedió en otros tiempos, hoy follar es de pobres, de gente sin recursos ni imaginación, un vicio muy poco sofisticado, puramente elemental, que no aporta ninguna información. Si los reyes de la fornicación son los nómadas africanos, de cueva y taparrabos, es porque cuando se pone el sol no hay ni cines ni teatro, ni libros que leer, ni alta gastronomía, ni tan siquiera malos programas de televisión, y lo que prevalece es lo más básico.
Las copas se toman en amistad, esa franca amistad de los hombres que la mayoría de mujeres no entenderá jamás, y, si luego necesitas algún apaño, para eso existen los teléfonos portátiles, las citas previas, los grandes hoteles y su discreción. Pero los locales de putas, además de innecesariamente caros, son los que sirven los cócteles peores, sin ningún esmero, y sólo están pendientes del negocio de las chicas. «¡Viva Colombia!» Vale, ok. Pero y mi copa, ¿qué?
A Correa no le perdió el lujo, porque el lujo sólo lo conoció haciendo encuestas. A Correa le perdió ser un fantasma y un nuevo rico, que es el modo más inmediato de perderte, sobre todo si lo combinas con corruptelas fanfarronas. El lujo es otra cosa. El lujo es un estilo, un estado del espíritu.
El lujo es a la ostentación lo que la peluca al pelo; el lujo es contrario a la estridencia, a la exhibición, el lujo nada tiene que ver con los grifos de oro y todo depende siempre de la inteligencia. Nada tiene que ver con lo servicial y todo está en la sensibilidad. Putas y relojes son lo contrario del lujo y lo que precisamente identifica a estafadores y farsantes. Carne de cañón de la Guardia Civil y de la Policía Nacional, que reciben notificación cuando uno se excede demasiado.
El lujo es maravilloso, la mejor expresión de la humanidad. Dios salve a la Reina. No lo rebajemos a cuatro matados con algunos billetes de 500.
Salvador Sostres para El mundo
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