Ahora hay que hablar de Marruecos, que ya va siendo hora;
porque si algo pesó en la política y la sociedad españolas de principios del
siglo XX fue la cuestión marroquí. La guerra de África, como se la iba
llamando. El Magreb era nuestra vecindad natural, y los conflictos eran viejos,
con raíces en la Reconquista, la piratería berberisca, las expediciones
militares españolas y las plazas de soberanía situadas en la zona. Ya en 1859
había habido una guerra seria con 4.000 muertos españoles, el general Prim y sus
voluntarios catalanes y vascos, y las victorias de Castillejos, Tetuán y Wad
Ras. Pero los moros, sobre todo los del Rif marroquí, que eran chulos y tenían
de sobra lo que hay que tener, no se dejaban trajinar por las buenas, y en 1893
se lió otro pifostio en torno a Melilla que nos costó una pila de muertos,
entre ellos el general Margallo, que cascó en combate -en aquel tiempo, los
generales todavía cascaban en combate-. Nueve años después, por el tratado de
Fez, Francia y España se repartieron Marruecos por la cara. La cosa era que,
como en Europa todo hijo de vecino andaba haciéndose un imperio colonial,
España, empeñada en que la respetaran un poquito después del 98, no quería ser
menos. Así que Marruecos era la única ocasión para quitarse la espina: por una
parte se mantenía ocupados a los militares, que podían ponerse medallas y hacer
olvidar las humillaciones y desprestigio de la pérdida de Cuba y Filipinas; por
otra, participábamos junto a Inglaterra y Francia en el control del estrecho de
Gibraltar; y en tercer lugar se reforzaban los negocios del rey Alfonso XIII y
la oligarquía financiera con la explotación de las minas de hierro y plomo
marroquí.
Arturo Pérez-Reverte
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