El dopaje, además de una lacra para la imagen del deporte
profesional, es una fuente inagotable de diversión y espectáculo. Y no nos
referimos a lo que las ayudas químicas suponen para la competición, ya sean musculaturas
superlativas o cantidades de glóbulos rojos en sangre medibles en camiones
cisterna, sino a las explicaciones de los dopados cuando los pillan con el
carrito de los helados, que suenan como si tu pareja intentara elaborar sobre
la marcha una excusa cuando vuelve a casa de una cena de empresa y al pasarle
la luz negra brilla como un Gusiluz.
La argumentación e inventiva en el deportista de élite es
una rara virtud, por lo que cuando se hacen públicas ciertas explicaciones a
lesiones confusas, como que se rompió un frasco de perfume y el vidrio seccionó
un tendón de la pierna o que se cayó una plancha y la cogió en el aire con las
dos manos por la parte que quema, solo queda la sospecha y el escepticismo.
Pero en particular, el tema del dopaje es una cosa formidable. Hay varias
escuelas distintas (los del «Me han echado droga en el Cola Cao», los del «¡No
sabía que contenía productos dopantes!», los del «Somos lo que comemos», etc.),
aunque todos comparten una premisa: ¡soy inocente! Hay otro grupo, en los
inicios muy aceptado pero hoy en día en vías de extinción, que defiende la
técnica ninja: cuando hay que hacer control antidopaje son los que tiran una
bomba de humo al suelo y desaparecen. Pero no adelantemos acontecimientos.
Retrocedamos hasta el año 2004. Los Juegos Olímpicos se van
a celebrar en Atenas y estaba previsto que la efervescencia local llegara a su
punto álgido con el atletismo, donde los griegos contaban con fundadas opciones
de medalla en carreras de velocidad: en 200 y 100 metros lisos, en categoría
masculina y femenina respectivamente, con Konstantinos Kenteris y Ekaterini
Thanou. Recientes adaptaciones al cine de batallas históricas, con profusión de
abdominales hipertrofiados en posproducción, pueden llevar a engaño, pero hace
siglos que los griegos no son conocidos especialmente por su exuberancia
física. Es más, en los últimos años, los mayores portentos del deporte heleno
en este aspecto se personifican en los baloncestistas Giannis Antetokounmpo o
Sofoklis Schortsanitis, que de oídas parecen pertenecer a familias griegas
cuyas raíces se pierden en la historia helenística, pero cuando ves su
fotografía te puedes llevar cierto desengaño.
Schortsanitis, apodado Baby Shaq por razones obvias. Foto:
Klearchos Kapoutsis (CC)
Schortsanitis, apodado Baby Shaq por razones obvias. Foto:
Klearchos Kapoutsis (CC)
Kenteris y Thanou tenían bastante en común: eran griegos,
blancos, velocistas con un físico espectacular, compartían entrenador, eran
esquivos con la prensa y triunfaban en los campeonatos internacionales donde en
las últimas citas se subían al cajón: en el palmarés de Thanou destacaban el
oro europeo (en Múnich 2002) y las platas olímpica (en Sídney 2000, aunque
volveremos a esto más adelante) y mundial (en Edmonton 2001), mientras que su
compatriota había dominado el doble hectómetro siendo campeón olímpico, mundial
y europeo en esas mismas citas. Es decir, Kenteris aprovechó el vacío de poder
dejado por Michael Johnson tras Atlanta 96 para dominar la distancia. Hablemos
de Johnson, «el expreso de Waco», «el chico de las zapatillas de oro»; quien no
lo recuerde, era aquel atleta objetivamente paticorto con un tremendo tren
superior. Una aparente desventaja genética —tener las piernas cortas en
proporción a su cuerpo— resultó una ventaja competitiva porque, según diversos
estudios biomecánicos, su centro de gravedad bajo y su zancada corta apoyada en
unos glúteos pétreos le permitían trazar con más eficiencia las curvas, de ahí
que explotara al máximo su talento en 200 y 400 metros, donde logró récords
mundiales. Otro tanto se decía de Michael Phelps, cuyo torso exageradamente
grande favorecía su comportamiento hidrodinámico, lo que se tradujo en
veintidós medallas olímpicas. O los pies enormes y flexibles, como aletas de
buceador, que lucía el nadador australiano Ian Thorpe, otro coleccionista de
preseas. Pero ser blanco, en pruebas de velocidad, más que una ventaja
competitiva coincidiremos en que es un hándicap. No era algo que se dijera
abiertamente en el mundillo o en la prensa puesto que podría sonar racista,
pero extrañaba que dos atletas de esta raza procedentes de un país sin
tradición velocista asaltaran así, de la noche a la mañana, el podio de las
competiciones más prestigiosas. Además, no era frecuente verlos en mítines en el
extranjero ya que solían andar desaparecidos realizando intensos y misteriosos
entrenamientos en los confines del mundo. Por si fuera poco, su entrenador
Jristos Tzekos había tenido problemas por algún asuntillo con productos
dopantes. Vamos, que el tema olía bastante mal, si bien todos los controles
antidoping a los que se les había sometido habían resultado negativos.
Arturo Peñalba
Jot Down
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