Existe algo de representación de Haworth en el ideal del
imaginario futbolístico. Un ideal, en general tan carente de ideas por haberse
todo inventado, que necesita de los ciclos para basar la argumentación del
fútbol en su conjunto. La Selección española no cerró ningún ciclo por la
sencilla y elemental razón que nunca ganamos la Confederaciones, ni siquiera
ayer. En concreto, falta un año exactamente para cerrar el ciclo de la defensa
de un Campeonato del Mundo que se consiguió en 2010 cuando no es que no
tuviéramos rivales, sino que aún no conocían como atascar el manantial de agua
gorda que supone el jodido tiki-taka, un empacho de pases indigerible como va
quedando demostrado. Para los agoreros un apunte más: en caso de perder el
Mundial 2014, España no cerrará aun el ciclo. Pero de la Euro 2016 hablaremos
otro día.
Hablemos pues de la Copa Confederaciones que ha tornado de
torneo de verano a torneo de prestigio por los cuatro partidos que se han
producido única y exclusivamente, desde las semifinales de esta competición
hasta la final de ayer. La final debe servir pues para dos reflexiones sobre el
tililar de las estrellas. La primera de ellas es que ayer Brasil no arrebató a
España el cetro de Campeón del Mundo, aunque ha colocado su pica en Flandes de
lo que será la selección de Scolari en 2014. Y la segunda de ellas un pescozón
a la prepotencia creada en torno a los nuevos ricos que nos bastará con mirar
la camiseta: nosotros llevamos bordada una estrella, pero los de amarillo
llevan bordada una constelación.
Luego está lo de Arbeloa a quien se ha señalado como
culpable, cáncer y algún insulto más camino de llamarle, a no mucho tardar,
nazi portugués. El único y verdadero motivo por el cual el pueblo PRISA –los que
lo escriben o dictan, y los que lo leen o copian- para el harakiri de Arbeloa,
es su posicionamiento con Mourinho, a la sazón, la persona que más presión social
ha recibido en España por encima de políticos del todo a cien, faranduleros del
zapping y terroristas que llevan muriéndose dos años. El muñeco vudú de Arbeloa
ha hecho teorizar en materia futbolística al abecedario colectivo con el fin de
la destrucción intangible e intransigente que merece todo aquel que algún día
vino a decir que Mourinho no era tan malo como nos quiso hacer ver Segurola.
Solo de este modo podremos entender los análisis
destructivos ad hominem contra la figura del lateral español que, todo sea
dicho, no firmó una de sus intervenciones más brillantes. Como Iker que pudo
parar más en los tres. O como Xavi, que lleva desaparecido desde la Euro 2012.
Como Mata, que tocó un balón y medio o Torres, perdido en un cúmulo defensivo
de mágico marcaje al hombre. Tampoco lo hizo Azpilicueta, que nada más salir,
descubrió a Telecinco y a media España la técnica de Neymar. Y ahí, precisamente
ahí, es donde se encuentra la lectura de la lapidación a Arbeloa bajo la vara
de medir que hace tiempo dejó de equivaler a tres pies: con Arbeloa en el
campo, Neymar no acertó, sino que falló Arbeloa; sin él –o con Azpilicueta, al
gusto- la defensa no falló, sino que acertó el canarinha. Pues yo, si fuera él y con los pies que me sobran de las varas biliosas de mal medir, me iba andando.
A Stamford Bridge, por ejemplo.
Darío Novo
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