Hace unos años, cuando el negocio iba bien, no había actualidad para tanto periodista. No quiero decir que sobrasen periodistas, sino que no había noticias para todos. Hablo desde una perspectiva local, claro. En muchos periódicos la actualidad es relativa; es una actualidad entrañable de la que sobresalen historias de realismo mágico. El Correo Gallego dio con un gorrión que iba todas las mañanas a las ocho y media en punto a desayunar a una cafetería de Santiago. La noticia no movió un papel en el Congreso, pero hizo feliz a una ciudad entera.
Yo llegué a imaginar en mi juventud una novela en la que a un redactor le filtraban la caída de una rama de árbol en Campolongo. El periodista comenzaba entonces una investigación exhaustiva a todos los niveles –recuerdo que llamaba a la ministra Narbona, que nunca se le ponía, completamente alterada- para esclarecer las circunstancias y ofrecer el relato de los hechos con todo rigor. El periplo era curioso, pues consultaba fuentes y daba detalles perfectamente absurdos de semejante exclusiva. La investigación se entorpecía continuamente con obstáculos varios como crímenes en la concejalía de Medio Ambiente, concursos amañados y cuentas en el extranjero que él apartaba con denuedo sin prestar atención, hasta llegar a confirmar por seis fuentes distintas y documentos probatorios que el árbol del que se había caído la rama era el del conocimiento del bien y del mal, algo de lo que también pasó con olímpico desprecio al punto de mordisquear varias manzanas. Ahora miro atrás y la novela no parece tan mala, pero en fin, que la escriban otros. Yo imaginando puedo tener mi pequeño esplendor, pero ya eso de apoyar el dedo en la tecla me parece de una vulgaridad espantosa.
Como se sabe, en los últimos años menguaron los periodistas y la actualidad se exaltó de mala manera. Es una consecuencia de la crisis, pero no la más formidable. En España, conforme avanza el deterioro, empezamos a percibir más asesores que asesorados. No hay país para tanta asistencia técnica; es como pedir un café y que te lo sirvan cien personas al mismo tiempo. Gonzalo Suárez en Crónica hizo una autopsia célebre: 17.000 asesores, 254 de ellos en el Ayuntamiento de Madrid. He conocido asesores y cargos de confianza de todas las categorías, algunas incluso por inventar. Sobresalen una cantidad de ellos que responden al perfil del enterado. Se les reconoce por las inflexiones de la voz, que acostumbran a una tonalidad extravagante; sonríen muy serios. Anson los llamó hace poco “camelancia”, que es una palabra que no encuentro en la RAE pero para algo Anson es académico (la acabo de poner en Google y me salen 7.570 resultados, 7.300 de Anson; luego me preguntan por qué lo amo).
La camelancia apuntaba al tránsito de familiares, amigos y ahijados sin el graduado escolar. "Así que el chico no tiene estudios. Pues lo siento por él, pero va a tener que asesorar al presidente del Gobierno". "Hombre, no me haga usted eso". "Nada, nada. ¡Haber estudiado! A ver cómo administra ahora un sueldazo sin saber sumar". Conocí a varios asesores de vidas peculiares. Visité a uno en su despacho una vez y lo encontré revisando unos papeles. Volví a los dos años, me senté frente a él y al poco de conversación empecé a sudar muerto de frío, como cuando Bruce Willis descubre que está muerto: los papeles que tenía sobre la mesa eran exactamente los mismos. Paseé la vista por el despacho: los marcos de los cuadros, los libros de Derecho que supuse sin páginas, la persiana enmohecida. Y el rostro de mi interlocutor, mustio, empezaba a descomponerse ante mi mirada para luego, en un instante, agitarse y recuperar la tensión facial. Le habían dado una patada para arriba: un puesto mejor vacío de atribuciones para que no molestase. Era la piel muerta del Estado. En apenas unos segundos reuní todas las pistas que habían estado invisibles a mis ojos: tenía delante a Keyser Sozë.
Desde entonces he observado la caravana de asesores con aparatoso escepticismo. Supe de una que al llegar a la oficina le ordenó a un compañero que le instalase "el Google". Pero en general predominan los enterados, hombres cuyo principal cometido es no estorbar y hacerse notar poco para no llamar la atención de nadie. Son puestos de trabajo casi siempre sin trabajo, y ese cometido de fingir labores es a menudo más duro que el de confeccionar agendas o despachar asuntos triviales. Uno tiene que estar en alerta constante para inventarse esto o aquello, hasta acabar delante del ordenador tecleando con la pantalla apagada por pura tensión competitiva. Un diputado de UPyD que sacaba a colación Suárez en su reportaje confesaba tener a seis personas a su disposición en la Cámara asturiana. No tenía responsabilidades de Gobierno; simplemente se trataba de mantener con dignidad el escaño, que suponemos al menos limpísimo. Si a un diputado de la oposición asturiana le hacen falta seis señores para sobrellevar el día, háganse cargo de lo que debe de ser gobernar Asturias, no digo ya Mieres.
La abundancia de asesoramiento degenera, por lo demás, en una especie de mediocampismo atroz. Se trata del tiquitaca público: una cantidad ingente de asesores rindiendo para apenas un delantero o falso 9, si el diputado en cuestión es de la oposición. Se llevan los asuntos de la prensa, se conciertan entrevistas con asociaciones, se arreglan agendas inauditas, ¿y todo para qué? Para que nadie remate. Es un rondo incesante que apenas tiene ejecución, por eso la política española está esclerotizada; llegará un momento en que no haya más que asesores y no se sacará adelante una medida porque se estará asesorando hasta el infinito, buscando acaso la perfección: "hay que darle otra vuelta". Un movimiento rotatorio y gravitacional en torno a los mismos papeles con el fin último de justificar una serie de sueldos que según las últimas estadísticas se sitúan ya en torno a los 850 millones de euros. Y en esa tarea perpetua de no llegar nunca a ninguna parte para que el asesoramiento permanezca irán pasando por delante las necesidades de la nación como iban pasando las noticias por delante del protagonista de mi novela inacabada, que perseguía aclarar una estupidez como los asesores persiguen aclarar su existencia.
Manuel Jabois/ El Mundo
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