Ahora que Benedicto XVI ha puesto a España mirando a Roma y que el Gobierno ha propuesto al Vaticano un parque temático del cainismo en el Valle de los Caídos, bien se le podría organizar al generalísimo Franco una versión posmoderna del proceso del cadáver. Así se denominó en 897 el juicio póstumo al Papa Formoso. Que estuvo ausente y al mismo tiempo presente delante del tribunal. Ya había muerto y se le había enterrado, pero sus restos se exhumaron y se recompusieron como los despojos de una marioneta. La pestilencia del difunto hacía insoportable las sesiones. Era necesario pulverizarlo con perfumes de Grasse, aunque el aspecto más llamativo consistía en el genuino hábito papal que revestía el esqueleto.
[...]«¿Por qué has osado a usurpar el anillo...?».
No respondía el difunto Papa ni tampoco podía hacerlo, pero el silencio se interpretó como una prueba inequívoca de culpabilidad. Tampoco se pudo condenar a muerte a Formoso, claro está.[...]
Rubén Amón
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