jueves, 14 de octubre de 2010

0 Hooligan: producto exquisito (1 de 3)

Quien no haya pisado Inglaterra y conozca este país sólo por las fechorías de sus hinchas de fútbol -que, hace unos días, con motivo del primer partido de la selección inglesa en el campeonato mundial, jugado contra Túnez, devastaron el Viejo Puerto y el barrio de Santa Margarita de Marsella- tiene todo el derecho del mundo a sospechar que la civilizada sociedad que produjo la democracia y los versos de Shakespeare ha declinado hasta rozar la barbarie.
En efecto, el espectáculo de hordas de hooligans ingleses beodos agrediendo transeúntes, arremetiendo contra los hinchas adversarios armados de palos, piedras o cuchillos, desencadenando batallas sin cuartel contra la policía, destrozando vitrinas y vehículos y, a veces, las mismas tribunas de los estadios, se ha vuelto un corolario inevitable de los grandes partidos internacionales en los que juega Inglaterra y de muchos de la Liga británica. Además de inciviles y grotescos, estos episodios pueden ser trágicos: 95 personas murieron y varios centenares quedaron heridas, apachurradas contra las vallas del estadio de Hillsborough, en Sheffield, durante la final de la Copa Inglesa en 1991; en Heysel (Bruselas), en 1985, 39 aficionados perecieron arrollados a consecuencia de las violencias provocadas por los hooligans en el partido entre el Juventus y el Liverpool, y en Dublín, en 1995, un encuentro amistoso entre Irlanda e Inglaterra debió ser suspendido a poco de iniciado debido a los estragos que perpetraban en el estadio los hinchas ingleses. Estos son apenas unos pocos ejemplos; la lista de las salvajadas de los hooligans en los últimos treinta años tomaría muchas páginas.
Y, sin embargo, la verdad es que, para quien vive aquí, Inglaterra es un país excepcionalmente pacífico y bien educado, donde los taxistas no andan de mal humor ni procuran esquilmar al incauto turista, como ocurre a menudo en París, y donde los dependientes de las tiendas no maltratan a los clientes que pronuncian mal o no hablan su lengua, como sucede con frecuencia en Alemania o Estados Unidos, y donde la xenofobia y el racismo, pestes de la que no está exonerada ninguna sociedad que yo conozca, son menos explícitos que en otras partes. Entre las grandes ciudades del mundo, Londres es una de las más seguras: mujeres solas viajan en el metro a altas horas de la noche y no sé de barrio alguno, Brixton incluido, que sean peligrosos para el forastero solitario como lo son, digamos, Harlem o Clichy.


Por lo demás, la violencia de los hooligans tiene que ver sólo con el fútbol; ningún otro deporte o espectáculo de masas --desde los mítines políticos a los conciertos de los ídolos roqueros-- ha generado una supuración destructiva semejante; por el contrario, siempre me ha sorprendido la falta de desmanes y vandalismos que caracteriza a las grandes concentraciones en Inglaterra, donde, por ello mismo, el despliegue de la seguridad suele ser insignificante. Y donde la (desarmada) policía, por lo demás, inspira confianza, no temor. En más de treinta años de vivir o pasar largas temporadas aquí, sólo recuerdo dos circunstancias en que las actividades políticas o sindicales generaran actos de violencia callejera: en los años setenta, con motivo de las contramanifestaciones que provocó la campaña racista y anti-inmigrantes del dirigente conservador Enoch Powell (que, debido a ello, aniquiló su carrera política) y durante la huelga minera dirigida por Arthur Scargill a principios de los ochenta. Y, en ambos casos, las violencias fueron de poco calado comparadas con las que acostumbra desatar en otras partes la confrontación política.

Mario Vargas LLosa

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